domingo, 5 de noviembre de 2017

EL ABRAZO EVANGELÍSTICO


EL ABRAZO EVANGELÍSTICO

Era una costumbre establecida en nuestras vidas visitar la Unidad Geriátrica de la ciudad, una institución para brindar abrigo a las personas de edad avanzada que no tenían refugio. Allí recibían atención a sus necesidades inmediatas de alimento, vestido y morada. Las instalaciones eran sobrias e higiénicas, conformadas por una serie de cabañas que se extendían con mucha sencillez y calculada comodidad entre veredas bordeadas de vegetación y flanqueadas por pasamanos para los ancianos ciegos o débiles. Allí disponían los residentes de los cuidados necesarios para llevar una vejez digna y aseada.
Una mañana soleada y tranquila, observamos a Matilde, una anciana de unos 80 años, considerablemente perturbada en su silla de ruedas. Más que temblar, a pesar del ambiente caluroso, podía decirse que se estremecía. Parecía estar entre nerviosa y asustada. No respondía a las preguntas que se le hacían acerca de las causas de su estado, solo temblaba con mirada angustiada. Intenté abrazarla por unos segundos, para retirarme de inmediato y tratar de descubrir las causas de su inquietud. 
Fue en ese momento, cuando mi amiga y compañera, pienso que impulsada por el Espíritu Santo, tomó el control de la situación. Abrazó largamente a Matilde, colocó la blanca cabecita sobre su pecho, y se quedó largo rato en esa posición. Desde nuestro lugar privilegiado, los presentes pudimos observar cómo, en una especie de transformación paulatina y sorprendente, aquellos ojos azules entraron en calma y tranquilidad, su cuerpo dejó de temblar y su rostro fue apacible. Sobrecogidos por el efecto de ese largo y tierno abrazo, nos hicimos partícipes de un silencio general. Fue allí donde sonó la frase, esa que había sonado en diferentes oportunidades sin recibir respuesta afirmativa: “¿quieres recibir al Señor Jesucristo como tu Salvador?”. Lo siguiente que aconteció es historia.
Pienso que hoy camina Matilde en las veredas del paraíso, ese mismo paraíso adonde fuera invitado el ladrón crucificado al lado de nuestro Señor Jesucristo, libre de toda angustia, soledad o inquietud. Sólo nos queda una curiosidad muy humana: ¿Qué perturbaba a Matilde esa mañana?, ¿Por qué no respondía a nuestras preguntas?. Interrogantes que ya carecen de significado al compararlas con la admiración que nos generó el efecto de ese abrazo. Lo llamo el abrazo evangelístico.
En algunas oportunidades, acostumbramos saturar a las personas con un mensaje evangelístico acartonado, aprendido de memoria y carente del componente afectivo de quien se preocupa por la vivencia y necesidad del destinatario del mensaje. A veces, las personas solo requieren un leve contacto físico afectivo, del cual han carecido durante años. En el ancianato las personas de edad avanzada reciben las atenciones necesarias para su subsistencia. Algunos, imposibilitados de hacerlo por sí mismos, son bañados y alimentados concienzudamente, pero pueden necesitar de un abrazo o de un beso en sus frentes, hasta de unos oídos atentos a sus historias y quejas.

En el marco de este relato, podemos reflexionar en algunas interrogantes: ¿A cuántos indigentes y necesitados hemos llevado el mensaje del evangelio?, ¿A cuántos hemos tocado, aunque sea levemente?, ¿Hemos tomado conciencia de que algunos de ellos no han tenido un contacto físico voluntario y afectivo en años?. El Señor Jesús tocó a los leprosos, ¿podemos colocar nuestra mano en el hombro de un indigente cuando le predicamos?, ¿podemos darle la diestra?. A veces, un leve contacto físico habla más que mil palabras cuando se trata de un ser humano solitario y necesitado. Por ellos también murió Cristo.

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